No es la primera vez que salen por aquí temas de literatura científica. Este es un caso especial, porque se refiere a un relato corto que ha resultado ganador del concurso DIPC Ciencia Jot Down. El autor, Oskar González Mendía, es Doctor en Química y profesor en la Facultad de Ciencia y Tecnología y en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco. Estudia Historia del Arte y colabora con el «Cuaderno de Cultura Científica» (#kimikArte) donde aborda temas que relacionan la ciencia y el arte.
El relato trata precisamente de la investigación de un cuadro, presuntamente pintado en el siglo XV y de los métodos químicos que el protagonista utilizó para resolver el misterio. Lo mejor es que lo leas, así que ¡ya estás tardando!
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"Martín Bucareli no vestía gabardinas color caqui ni se peinaba
como Bogart en El Halcón Maltés.
Pidió un whiskey con hielo. Tampoco bebía destilados a palo seco. Martín
Bucareli no era un detective como los demás.
Acabó el vaso de un trago y se quedó mirando los hielos como si
le ocultasen el secreto para resolver su último caso. Para cuando sacó el
informe del portafolio el barman ya los había puesto de nuevo a flote.
Leyó por enésima vez los resultados de aquella particular autopsia: carmín,
plomo, lapislázuli. Martín Bucareli no investigaba asesinatos, secuestros
o maridos infieles. Sólo investigaba cuadros.
El encargo que había recibido se le antojaba sencillo. ¡Nada más
y nada menos que un supuesto óleo sobre tabla del maestro de la Flémalle!
Como si una obra de uno de los primitivos pintores flamencos apareciese
todos los días… No tardaría en demostrar que la atribución era incorrecta.
Bucareli siempre decía que toda buena falsificación necesitaba cumplir
tres condiciones: una factura técnica a la altura del supuesto creador,
una aparición verosímil y un experto lo suficientemente imbécil para dejarse engañar.
Él no estaba dispuesto a que la última se cumpliese. La pintura en cuestión era
una representación de la crucifixión de Cristo en presencia de la Virgen y
San Juan, un conjunto iconográfico habitual en el siglo XV. Además, había
sido encontrada, de modo fortuito, en una abadía semiabandonada de
Valonia, a escasos kilómetros de Tournai, donde el maestro de la
Flémalle estableció su taller. En ese puzle todas las piezas encajaban
bien. Su instinto le decía que demasiado.
El presunto autor del óleo era uno de los pintores más
enigmáticos de la Historia del Arte. De hecho su figura no se comenzó a
esclarecer hasta el siglo XIX, cuando se le atribuyeron tres
paneles encontrados en la localidad belga de la Flémalle, a la que debía
su nombre. A partir de ahí se unió su identidad con la de Robert Campin y
se le concedió el mérito de ser el pionero del arte flamenco. El artista
que había roto con el canon establecido y había abierto las puertas a un estilo
realista y detallista que llevaríann a su máximo esplendor su discípulo
Roger van der Weyden y, por encima de todos, Jan van Eyck. Todo ello le
convertía en un blanco perfecto para una imitación, ya que su estilo en
transición no estaba del todo definido y ninguna de las escasas obras que se le
atribuían llevaba su firma. La aparición de una nueva era un caramelo
irresistible para el panorama artístico.
Cuando Bucareli vio la pintura en persona por primera vez se
preguntó si su instinto le había fallado. La factura técnica era excelente y el
estilo encajaba con el de los primeros pintores flamencos. Pero tampoco sería
la primera vez que el análisis estilístico le traicionaba. Afortunadamente
contaba con una herramienta poderosa y complementaria que le ayudaría a
esclarecer la verdad: la Ciencia.
Empezó por realizar un análisis que le ofrecería resultados
rápidos y fiables. Para ello ni siquiera necesitaba mirar la pintura. Se
dirigió directamente a los laterales de las tablas y tomó medidas microscópicas
de los anillos que habían dejado los árboles al crecer. Como todo el mundo
sabe, cada anillo que contamos en un tronco cortado equivale a un año de
vida de su difunto propietario. Este conocimiento, tan arraigado en la
sabiduría popular, es la base de una disciplina científica:
la dendrocronología. Pero esta disciplina va mucho más allá de esclarecer
la edad de la madera. De hecho, puede hasta detallar las condiciones
climáticas acaecidas hace varios siglos. Dado que el desarrollo de los
árboles depende del clima de las estaciones de crecimiento, unos anillos más
anchos indican primaveras y veranos más benignos. Es más, al estar
expuestos a las mismas condiciones, todos los árboles coetáneos de una
misma zona forman patrones de crecimiento similares. En cierto modo es
como si compartiesen un mismo código de barras. En otro alarde de la búsqueda
del conocimiento del ser humano, existen bases de datos donde se almacenan
esos patrones característicos. Así, con un poco de suerte se podrá saber
el origen y la época de la madera empleada en una obra de arte. Esta
suerte no le fue esquiva a Bucareli, si bien no obtuvo la respuesta
que esperaba. Las tablas sobre las que estaba pintada la supuesta pintura
flamenca eran de roble báltico, madera muy estimada por los artistas de la
época. Pero lo más sorprendente es que, de acuerdo con su patrón de
crecimiento, habían sido cortadas, como muy tarde, en 1420. Perfectamente
pudieron haber sido usadas por Robert Campin, cuya única obra datada es de
1438. El resultado no contrarió en exceso a Bucareli; tampoco sería la
primera vez que un falsificador reusaba tablas de una obra de menor valor
para realizar una falsificación.
Su siguiente recurso fue estudiar las radiografías y fotografías
de infrarrojos que había puesto a su disposición la casa de subastas que
le había contratado. Como si fuese un médico que estudia un tobillo
fracturado, pudo ver lo que se escondía tras la última capa de pintura al óleo.
Observó que a lo largo del proceso creativo el pintor había realizado
cambios en la composición, algo poco habitual en una obra fraudulenta en
la que el perpetrador tiene establecido de antemano el aspecto final.
Todas las técnicas no destructivas empleadas hasta el momento
habían resultado estériles o, por lo menos, no le daban la razón a su
instinto. Era el momento de ir un poco más allá y pedir que se realizase
un análisis estratigráfico. Tras insistir una y otra vez, consiguió que
enviasen al laboratorio un par de fragmentos transversales de pintura de menos
de un milímetro cuadrado que se recogieron de los lugares menos visibles
del óleo. ¡Tampoco quería pasar a la historia por destruir un original
de Campin en caso de estar equivocado! Gracias al análisis de esas
muestras diminutas podría observar las diferentes capas que yacían sobre
la tabla y conocer su composición química.
Precisamente esos eran los resultados que Bucareli releía entre
sorbo y sorbo de whiskey. Las estratigrafías mostraban que las tablas
habían sido cubiertas con un aparejo a base de carbonato cálcico y cola de
conejo que ofrecía al artista una superficie blanca y uniforme sobre la que
trabajar. Para desazón de Martín, todo seguía encajando con la manera de
trabajar de los gremios flamencos del siglo XV. Sobre esta primera capa se
habían identificado una gran cantidad de pigmentos: albayalde o blanco de
plomo, laca de kermes en forma de veladura sobre rojo bermellón,
azul ultramar obtenido de lapislázulis afganos… Martín había fracasado en
su intento de encontrar un compuesto anacrónico. Ni un miserable rastro,
que sé yo, de blanco de titanio o de azul cobalto, descubiertos cientos de
años después de la muerte de Campin y que hubiesen refutado su autoría
con total certeza. Ni siquiera la última capa de la obra le daría la
razón. El barniz que protegía la pintura no era una sustancia polimérica
moderna, sino una resina natural, posiblemente almáciga exportada de
la isla de Quíos.
Era el momento de encajar la derrota. Admitir que no tenía
pruebas de que la obra no fuese del siglo XV. Pensándolo bien, como amante
del arte, la idea de haber tenido entre sus manos una obra del Maestro de
la Flèmalle le empezaba a resultar atractiva. Mandaría el informe a la casa de
subastas y que la experta en arte flamenco decretase si la obra había
surgido de los pinceles del propio Campin o de algún aprendiz con menor
pericia. Tomó el penúltimo trago de whiskey y, de repente, se activó algún
tipo de resorte que le empujó a golpear la barra con tal ímpetu que todas las
miradas se dirigieron a él.
Había experimentado uno de esos momentos de clarividencia que
sólo llegan instantes antes de dormir y de los que no queda rastro alguno
a la mañana siguiente. Como la amante que abandona el lecho antes de que
llegue el alba. En un curso de formación en análisis forense le habían hablado
de un procedimiento para detectar whiskeys fraudulentos gracias al estudio
isotópico. Tal vez él pudiese hacer algo similar. Martín sabía que los
isótopos eran átomos de un mismo elemento químico que se distinguen por
tener diferente número de neutrones. Lo que desconocía es que la abundancia
de estos isótopos puede variar ligeramente de un lugar a otro. Gracias a
ello un grupo de investigadores había logrado distinguir el Skotch Whisky
de whiskeys fraudulentos. El procedimiento se basaba en comparar las
concentraciones de isótopos en las bebidas, ya que variaba en función del
origen del agua empleada. ¿Podría usar alguno de esos pigmentos que su
mente repetía sin descanso con el mismo propósito?
Tiró de la madeja y encontró la respuesta que ansiaba en el
pigmento blanco. Sea quien fuera la mano tras el pincel, había empleado
albayalde en los hábitos de la Virgen y en el perizonium que
cubría las vergüenzas de Cristo. A Bucareli le resultó paradójico que el
pigmento empleado para tan purísimo propósito se obtuviese poniendo
láminas de plomo sobre vinagre en un recipiente cerámico que se cubría con
estiércol. Pero tampoco estaba para reflexiones de este orden. A él lo que le
interesaba era el plomo o, más bien, uno de sus isótopos radiactivos: el
plomo-210. Este isótopo no es estable y tiene una vida media de 22,3 años.
Eso significa que, pasado ese tiempo, la cantidad original se reduce a
la mitad. Pero, ¿cómo es posible que siga existiendo ese isótopo en la
Tierra si ésta tiene miles de millones de años? ¿No debería haberse
agotado prácticamente en su totalidad si cada dos décadas su concentración
se reduce a la mitad? La respuesta es sencilla: se genera continuamente por
la desintegración de otros átomos radioactivos de mayor tamaño.
Llegados a este punto, entra en juego la manufactura del
albayalde. Cuando se encuentra una mena de plomo se realiza un refinado
para obtener el metal lo más puro posible. En dicho proceso se elimina la
mayor parte de los isótopos radioactivos que pueden llegar a producir plomo-210,
por lo que desde ese momento en adelante la cantidad del isótopo sí que
mengua con el paso de los años. Así, el albayalde empleado en el siglo XV
tendrá una cantidad mucho menor de plomo-210 que el producido en épocas
más recientes. Eso es todo lo que necesitaba saber Bucareli para seguir en
su cruzada contra el fraude artístico.
Una semana después recibió un sobre con los resultados de los
nuevos análisis que había solicitado. Leyó el informe en diagonal en busca
del único número que le interesaba. La cantidad de plomo-210 era
excesivamente alta para ser una obra del siglo XV, incluso tomando los valores
más bajos del intervalo de confianza que le ofrecía el laboratorio. La
Crucifixión se había elaborado en algún momento dentro de las últimas
seis décadas.
Una vez descubierta la verdad se rompieron las cadenas que le
habían impedido disfrutar de aquella falsificación. Por primera vez
observó el tríptico como si fuese una auténtica obra de arte. Pensó en
el delicado trabajo que se escondía tras aquel fraude. Alguien había
recogido tablas de obras del siglo XV, había quitado la pintura y las
había vuelto a unir sin usar ningún tipo de material contemporáneo. Había
puesto una preparación blanca para lograr una superficie homogénea sobre la que
trabajar siguiendo exactamente los pasos que empleaban los reputados
artesanos flamencos. Había realizado un dibujo a carboncillo sobre el que
aplicó diferentes capas de pinturas, reocupándose de que todos los
pigmentos existiesen en dicha época. Por último, había empleado un berniz
natural y, de alguna manera, había conseguido que la obra envejeciese a un
ritmo acelerado. El óleo estaba perfectamente seco y se observaban
craqueladuras naturales y rastros de suciedad que bien podrían ver el fruto de cientos
de años de exposición. Pero un miserable átomo radiactivo había delatado que
esa pintura no podía ser tan antigua. Bucareli pensó que por ese pequeño
detalle una obra de arte que hubiese recibido millones de visitas pasaba a
valer menos que el polvo con la que la había cubierto. Guardó el informe
en un sobre lacrado y dudó si prenderle fuego o encaminarse hacia la oficina de
Correos más cercana. Tampoco para eso era un detective como los demás."